martes, 21 de mayo de 2013

“Yo me morí en La Perla”

LA SECUESTRADA QUE FUE OBLIGADA A INTERROGAR AL HIJO DE VIDELA

En el juicio que se realiza en Córdoba, Suzzara contó que los represores forzaban a los secuestrados a ejercer como “comandos de información en un fraguado campo de prisioneros”, donde enviaban a soldados que creían estar en manos “comunistas”.
Por Marta Platía

Desde Córdoba

Los hilos conductores de los testimonios en el megajuicio por los crímenes cometidos en el centro clandestino La Perla siguen siendo la tortura, el infinito dolor, la complicidad de la jerarquía eclesiástica y del Poder Judicial, y la frase de bienvenida de los represores a las víctimas: “Nosotros acá somos los que decidimos si se vive o se muere. De acá no te saca ni el Papa. No hay abogados ni jueces. Somos los dioses”. En ese contexto, una testigo relató cómo, estando secuestrada en La Perla, fue obligada junto a otras personas a interrogar a soldados a quienes se les hacía creer que habían caído en manos de “comunistas”: entre ellos, el hijo del propio dictador Jorge Videla.

El juicio tiene 44 imputados. Mientras Ernesto “El Nabo” Barreiro se escarba permanentemente las uñas o se ríe de oreja a oreja en los pasajes más atroces que lo involucran, Luciano Benjamín Menéndez volvió a su estado cuasivegetativo luego de la visible conmoción que le produjo el testimonio del arriero José Julián Solanille: el único hombre que declaró haberlo visto ordenar y presenciar un fusilamiento masivo en los pozos del campo de concentración.

Antes de la muerte de Videla se conoció que la Sala B de la Cámara Federal de Apelaciones de Córdoba, por mayoría, confirmó su procesamiento y el de Menéndez “como autores mediatos de los delitos de tentativa de violación agravada y abuso deshonesto agravado”. Por primera vez fueron imputados por crímenes de índole sexual, siguiendo la teoría del “autor mediato”. Esto es: no lo hicieron ellos directamente pero facilitaron las condiciones y permitieron que estos delitos sucedieran bajo sus respectivos mandos.

La declaración de la testigo Cecilia Suzzara dio una nueva vuelta de tuerca del sadismo del terrorismo de Estado. Cecilia fue secuestrada el día del golpe, el 24 de marzo de 1976, y permaneció torturada y sometida a la esclavitud en La Perla hasta abril de 1978: “En el medio del colmo de toda esta locura –relató–, los represores nos usaron para que ejerciéramos como ‘comandos de información’ en un fraguado campo de prisioneros en el que se supone dominaban los comunistas”.

Según narró Suzzara, “en los terrenos de La Perla habían armado una especie de campo de entrenamiento de soldados del Ejército Argentino que, supuestamente, habían caído en manos enemigas. Cavaron trincheras, pusieron luces y altoparlantes como en las películas, y hasta plantaron carpas. En una de esas carpas, a mí me obligaron a hablar con un soldado. El muchacho estaba destruido. Tenía el uniforme de fajina, los labios sangrantes. El realmente creía que estaba en un campo enemigo. De comunistas. Me acuerdo que rogaba por un vaso con agua. Estaba desesperado de sed. Yo tenía que obtener la mayor cantidad de datos: a qué compañía pertenecía, cuántos hombres tenía... Recuerdo que le pregunté si tenía familia. Me dijo que sí, que tenía esposa e hijos. Siguió pidiéndome agua. Se la di. Entonces terminó contestándome todo lo que le pregunté. Tiempo después me enteré, por los mismos represores, de que se trataba nada menos que del hijo del general (Jorge Rafael) Videla”. La tortura del terrorismo de Estado por partida doble: por un lado obligaban a las víctimas sometidas por los tormentos a “interrogar” a los soldados en formación, y por el otro, humillaban y mantenían en condiciones infrahumanas a sus propios jóvenes en instrucción. En esa perversa creación de los militares golpistas cayó hasta el propio hijo del dictador.

La declaración de Suzzara fue una de las más detalladas y terribles que se han escuchado en las últimas audiencias del megajuicio. Secuestrada por una patota en plena calle, fue torturada con saña en La Perla durante dos días y dos noches. Cuando su cuerpo y su alma no pudieron más, dio una dirección. “Teníamos que aguantar lo más que se pudiera hasta que los compañeros supieran que nos habían agarrado y se fueran de donde estaban... Yo pensé que nadie estaría ahí. Era una obra en construcción donde nos habíamos reunido. Nunca pensé que alguien pudiese estar viviendo en ese lugar.” Pero desgraciadamente no fue así. Cuando los represores que la llevaron en un auto le levantaron la venda, Cecilia vio con horror los rostros de una de sus compañeras: Silvina Parodi de Orozco, embarazada de seis meses y medio, y el de Daniel Orozco, su marido. Silvina es la hija de Sonia Torres, la titular de Abuelas de Plaza de Mayo-Córdoba.

“Mi dolor, mi desesperación por eso, no se fue nunca. Dura hasta ahora. Con Silvina pudimos hablar en las duchas de La Perla, una vez que nos llevaron a bañarnos juntas. Ella estaba esperanzada porque la iban a llevar a la Cárcel de Mujeres del Buen Pastor para tener a su bebé. Pero estaba muy angustiada porque le habían hecho presenciar la tortura de Daniel... Y eso la había lastimado mucho.”

Del marido de Silvina, Daniel Orozco, un muchacho mendocino de apenas 22 años, estudiante de Economía en la Universidad de Córdoba, nunca más se supo nada. De Silvina, en cambio, sí: su hijo varón nació entre “el 25 de junio y el 5 de julio de 1976”. Luego, el rastro de Silvina se perdió para siempre. Sonia Torres, su madre, aún busca a su nieto y hasta le ha pedido por él al papa Francisco en una carta abierta.

Cecilia Suzzara es una mujer fuerte. Pero también es una mujer muy triste. Con sus ojos hinchados debajo de los rulos entrecanos, fue definitiva cuando le preguntaron cómo vivió después de los tormentos en La Perla: “¿Y quién le dijo que estoy viva? Yo me morí en La Perla”, le había contestado a Martín Fresneda, el actual secretario de Derechos Humanos cuando, en 2008, él le preguntó en calidad de querellante en el primer juicio a Luciano Benjamín Menéndez. Y ésa también fue su respuesta en esta última declaración, interrogada acerca de las secuelas que le quedaron luego de su paso por el campo de torturas y exterminio: “De allí no se sale nunca. Era un lugar adonde nos llevaron para matarnos. Allí no había celda para encerrarnos como prisioneros. Se ejerció todo el poder de dominación sobre cada una de las personas que estuvimos ahí. Nos expropiaron el cuerpo, nos expropiaron la cabeza. Nos redujeron a la servidumbre. Nos despersonalizaron. Nos vejaron. Teníamos toda una cotidianidad con nuestros represores, con nuestros captores –la mujer llora, y hace fuerza para seguir–. Es muy fuerte para quien estuvo ahí, y difícil para los de afuera comprender lo que hicieron con nosotros. Nos mataron. Tuvieron un poder absoluto sobre nosotros. Uno se muere ahí adentro”.

En uno de los tantos pasajes dolorosos de su relato, contó la atroz agonía de Luz Mujica de Ruarte: una mujer a la que secuestraron con un médico, Enrique Fernández Samar. “El recibió las peores torturas: la que daban con picana y con palos. La mezcla de electricidad con golpes destruía los riñones y no podían orinar. Los compañeros que eran torturados así morían hinchados y en medio de terribles padecimientos. María Luz tuvo una agonía espantosa: padeció fiebres, convulsiones y una regresión a la niñez. Llamaba a su mamá, pedía por sus seres queridos y nos turnábamos para consolarla, para hacer de cuenta de que éramos su madre, y le hablábamos como si fuera una chiquita para consolarla en su colchoneta de la cuadra... Cuando se la llevaron creo que ya estaba muerta.”

A la salida de su declaración, Cecilia Suzzara fue aplaudida por el público de la sala de audiencias del Tribunal Federal N° 1, donde se está llevando a cabo este megajuicio. Entre el mar de abrazos, hubo uno que desarmó en lágrimas a todos: fue cuando Sonia Torres, la mamá de Silvina Parodi, se acercó a Suzzara y ambas se abrazaron larga, entrañablemente. Un abrazo que supo a perdón, a inmensa comprensión y dispersó en el hall de Tribunales la grandeza de una Sonia que, con sus 83 años, no se dejó ganar por odios ni rencores, sigue de pie y no se detiene.

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